General Paz 485 - Hernando - Córdoba - Argentina

Un puñadito de alumnos

Me gustaría agradecer a Silvia Di Bert, por invitarme a participar en el blog. Y con ella, a toda la gente del Pizzurno que tan cálidamente me recibiera el año pasado (sobre todo, Jaquelin González).
Hace mucho que dejé Hernando pero no olvido al Instituto Pizzurno, ni a la gente que entre los años 1953 y 1955 –cuando cursé ahí 1º, 2º y 3º- trabajaba para que el puñadito de alumnos siguiera creciendo. La mayoría de nuestros profesores eran jóvenes, y detrás se movía un grupo de entusiastas mayores que creían que la educación trasciende límites, caminos de tierra, prejuicios, y que se esforzaban por consolidar la institución. El Pizzurno nació como un colegio mixto, innovador, y recuerdo que desde sus comienzos empezó a tener presencia en la vida cultural del pueblo.
Digo pueblo, y sé que Hernando es ciudad. Para mí siempre será, cariñosamente, agradecidamente, el pueblo donde crecí. Y donde creció mi inquietud por avanzar un poco más allá en el camino de la literatura.
Dejo en este blog una pequeña escena que siento muy vívida. Tiene que ver con mi profesión actual y también con lo recibido en la infancia. Me sería imposible escribir sin haber leído, y aquí cuento cómo me convertí en lectora.

La Odisea
En mi casa había pocos libros. Tampoco tenía una abuela que contara cuentos (y mi mamá pintaba, pero no contaba cuentos). En mi casa las palabras aparecían sólo para proponer comida, deberes, hábitos. A veces, en la escuela, escuchaba otras palabras. Por ejemplo las historias que salían del libro sobre el ahorro que el Maestro Argañaraz tenía sobre su escritorio, y que nos leía en voz alta de vez en cuando.
Un día, fue raro descubrir la Biblioteca a tres cuadras de mi casa. La Biblioteca siempre había estado ahí, pero yo no la había tenido en cuenta. Era una vieja Biblioteca Popular, con volúmenes tan encuadernados que parecían formar parte de la madera de los estantes. No sé por qué, pero ese día (habré tenido diez, once años), pasé por la esquina frente a la plaza y sentí que debía entrar. Empecé a recorrer las filas de libros haciendo crujir el piso de madera en medio del silencio, porque sólo estaba la bibliotecaria. Por suerte me dejó mirar sin decirme nada. No me recomendó algo “para mi edad”. No sugirió qué podía elegir. Y de pronto, en medio de una fila prolija y apretada, las letras doradas que decían La Odisea se me ofrecieron. Brillaron. Saqué el libro lleno de polvo, a lo mejor porque su título tenía que ver con algo que había oído en la escuela. Y me lo llevé a mi casa, ya que sin mayores trámites conseguí que me anotaran como socia: apenas si di mi nombre, y mi dirección, y dije quién era mi mamá. ¿Qué entendió esa nena de diez u once años que era yo, en un pueblo en medio de la pampa gringa, sobre la epopeya vivida en una lejanísima Grecia por incomprensibles seres de otros tiempos? Tal vez nada, o poco, o lo suficiente como para que esas palabras sedimentaran luego en una elección duradera. Esa nena se convirtió, allí mismo, en una lectora. Homero logró trasmitir, siglos después de haber escrito la obra y por vías tan sutiles como impalpables, su pasión, sus luchas, deseos, amor, búsquedas. Todo lo que esa nena sabría, mucho más tarde, que tiene que ver con la vida y también con los sueños.

Lilia Lardone (ex alumna)